El aire no se dignó en mover una sola hoja del árbol casi muerto, tampoco le molestó la idea de tener a más de medio periférico en agonía casi absoluta, y mucho menos le interesaba enterarse que en cada puente el CO2 se acumulaba en cantidades poco saludables. El viento reposaba su aliento fresco sobre las nubes grisáceas de la ciudad, haciendo temblar a cuanto avión osara acercarse. Y debajo de esa nata de suciedad y vapor casi agua, los autos seguían inmóviles, la mayoría sin aire acondicionado...Felipe no soltaba el volante ni apagaba el motor, a pesar de ser inútil tenerlo encendido.
Algunos débiles ritmos caribeños intentaban aligerar ese aire concentrado y con sus suaves marimbas pretendían maquillar los rudos rayos del sol; el cual consideraba divertida la desesperación de los conductores. La música trabajaba en vano, sus acordes eran sofocados por el llanto de un bebe acalorado y de su madre alocada devota del acto del claxonear . Él no estaba molesto, no estaba en lo absoluto. Venía de casa de la huera; nada especial, se besaron, se tocaron y murmuraron tiernas palabras para siempre grabadas en su mente. Una rutina que había comenzado a apreciar, que parecía otra bajo su mirada, con el roce sus labios. No, no la quería, las había mejores...pero no podía evitar pensar en las lágrimas de sus ojos, que como gotas de rocío amenazaban con caerse de la hoja. El infante, con la fuerza de un titan, retomaba su llanto desgarrador y la madre bañada en sudor agrio usaba los papeles del seguro como abanico, por cierto inútil. Era gorda, de piel rosada como de turista inglés, sus ojos almendrados permanecían ocultos entre las carnes de su rostro y sus labios delgados dejaban pasar improperios cada treinta segundos. En cambio, su hijo gozaba de la belleza tierna de los de su edad, con unos ojos azules que le facilitaban el perdón de todo adulto a pesar de sus gritos.
Volvería a verla mañana, pensaba Felipe, los días habían sido de lluvia y sí, lo asustaban los truenos. Los autos volvían a encenderse, nadie se movía aún, aquellos con aire acondicionado subían los vidrios de sus polvorientos autos, sin mostrar señales de alivio por la esperanza de cierto flujo vehicular. A nadie le importaba ya el aire, ni siquiera a la señora del abanico improvisado. Avanzaban lentamente las tres filas del periférico con un orden casi mecánico, tétrico, como si se dirigieran al lugar de su castigo final, todos culpables. Los primeros truenos de la noche se anunciaron con gran donaire en el cielo aún iluminado y gris. Felipe tenía miedo, del ruido, de la gorda, del bebe, del lento proceder de esta fila interminable. Prendió un cigarro, sabiendo que sería el último y cuando llegó al filtro lo dejó caer en el asfalto tan lleno de aceite. Suspiro...mañana no la vería y sí, le dolía.
Algunos débiles ritmos caribeños intentaban aligerar ese aire concentrado y con sus suaves marimbas pretendían maquillar los rudos rayos del sol; el cual consideraba divertida la desesperación de los conductores. La música trabajaba en vano, sus acordes eran sofocados por el llanto de un bebe acalorado y de su madre alocada devota del acto del claxonear . Él no estaba molesto, no estaba en lo absoluto. Venía de casa de la huera; nada especial, se besaron, se tocaron y murmuraron tiernas palabras para siempre grabadas en su mente. Una rutina que había comenzado a apreciar, que parecía otra bajo su mirada, con el roce sus labios. No, no la quería, las había mejores...pero no podía evitar pensar en las lágrimas de sus ojos, que como gotas de rocío amenazaban con caerse de la hoja. El infante, con la fuerza de un titan, retomaba su llanto desgarrador y la madre bañada en sudor agrio usaba los papeles del seguro como abanico, por cierto inútil. Era gorda, de piel rosada como de turista inglés, sus ojos almendrados permanecían ocultos entre las carnes de su rostro y sus labios delgados dejaban pasar improperios cada treinta segundos. En cambio, su hijo gozaba de la belleza tierna de los de su edad, con unos ojos azules que le facilitaban el perdón de todo adulto a pesar de sus gritos.
Volvería a verla mañana, pensaba Felipe, los días habían sido de lluvia y sí, lo asustaban los truenos. Los autos volvían a encenderse, nadie se movía aún, aquellos con aire acondicionado subían los vidrios de sus polvorientos autos, sin mostrar señales de alivio por la esperanza de cierto flujo vehicular. A nadie le importaba ya el aire, ni siquiera a la señora del abanico improvisado. Avanzaban lentamente las tres filas del periférico con un orden casi mecánico, tétrico, como si se dirigieran al lugar de su castigo final, todos culpables. Los primeros truenos de la noche se anunciaron con gran donaire en el cielo aún iluminado y gris. Felipe tenía miedo, del ruido, de la gorda, del bebe, del lento proceder de esta fila interminable. Prendió un cigarro, sabiendo que sería el último y cuando llegó al filtro lo dejó caer en el asfalto tan lleno de aceite. Suspiro...mañana no la vería y sí, le dolía.