domingo, 21 de junio de 2009

La espera

La gente estaba muy ansiosa, hablaban entre ellos sin saber qué decían, ni qué escuchaban. Sobre la punta de sus pies intentaban ver a lo lejos un rostro familiar, pero no pasaba nada, las puertas escupían desconocidos. Ya había muerto, de reojo vi a su hija, esperaba con los brazos cruzados y a sus pies descansaba un triste ramo de rosas blancas y rosas. Regresaríamos a casa un poco tarde, en silencio, sin cuidarnos de los baches, ni de los charcos, ni de los peatones; siempre pisando un poco más el acelerador.
Ella no me podía ver; su rostro iluminado por la esperanza, acentuaba el verde de sus ojos, sus labios temblorosos dibujaban una sonrisa fútil, su cuerpo se tensaba cada vez que salía alguna persona, se veía hermosa. Sus ojos portaban lágrimas insípidas, notaba su pecho subir y bajar con cada suspiro, la cabeza que volteaba hacia el techo e inmediatamente hacia esas flores marchitas de tanto esperar. Los altavoces pedían a los “Gonzales” que se reportaran en la puerta D, aún no nos llaman, no, primero deben estar seguros de que ha fallecido. Quizá todavía respira, le duele el pecho, ya no siente la cabeza ni el resto del cuerpo. Sólo escucha su corazón bombeando lentamente y sus pulmones oprimidos tratando, cada vez con mayor dificultad, tomar un poco de aire para el ahora débil órgano. Los paramédicos a su alrededor le dicen que debe quedarse despierta, le preguntan cosas que ella ya no recuerda…”Tu nombre, ¿cómo te llamas?” “¿De vacaciones verdad?” Y mientras formulan estas preguntas estúpidas, no dejarán de checar su pulso, querrán inyectarle algo, pero nada le ayudaría, ella no sobrevivirá.
El primero sale por la puerta chica, lo llevan a la puerta D, estaba viejo, como ella. La familia entera llora, unos con menos elegancia que otros, otros más tristes que aquellos y éstos más sorprendidos que todos. La madre sostiene a su marido por los hombros con tal fuerza que parece desgarrarle la piel, sus gruesas lágrimas se resbalan sobre su ancho rostro y terminan en su mentón cuadrado. La boca torcida y entreabierta deja ver su ancha lengua y cada que respira rompe el concierto de gemidos que entre sus hijos se lleva a cabo. Él, por su lado, lleva una cara de desamparo imposible de ocultar, quizá por las uñas de su mujer en los hombros, quizá por los gastos de la funeraria. Claramente no era su padre. La caravana de los Gonzales abandona la sala de llegada y ésta vuelve al mismo silencio ruidoso de antes.
La gente empuja, buscan un lugar en primera fila para encontrar antes que todos al hijo o al novio casi olvidado; cansados vuelven a su lugar original, dan muestras de desesperación y ven casi con odio a toda persona que salga por esas puertas malditas. Ella no se ha movido, parece mantener la calma, ha tomado las flores en sus brazos y las observa casi con pena. Desconoce la hora, probablemente sea mejor así, su madre ha muerto oficialmente, siento mi corazón menos liviano, ella no sabe nada. La abrazaré, dejaré de tomar este café recalentado y le daré un beso en la frente, querré besar sus labios pero no lo haré. De mi boca no saldrá ninguna palabra, deslizaré suavemente mi mano alrededor de su cintura abriéndole paso entre la multitud intoxicada de ansias. Ella dejará caer la primera lágrima sobre sus blancos cachetes, dejaré su cintura, la asiré por los hombros con un brazo casi invisible. No esperaremos a que nos llamen, estaremos ya esperando, una vez más, pero en la sala G, siempre llegan las muertas a la sala G.
No habrá gastos de funeraria, los cubre el seguro. En el sentido práctico está mejor así, no había dinero para los tres, ni transporte. Tampoco había espacio en la casa, yo no hablaba aún su idioma y a ella nunca le gustó nuestro barrio. Era normal, pensaba yo, que a su edad está vez no escapara del vuelo; un infarto, una falla respiratoria, las grandes distancias entre cada sala, el susto de no ver su maleta, los perros, los policías, el tumulto, las paredes blancas e infinitas.
Ahora me acercaba a ella, saldríamos de este mercado tan lleno de gritos y codazos. Pero, algo me detuvo en el camino, ella lloraba y su boca mostraba una sonrisa definida. Confundido me acerqué, sin tomar cuidado de la gente que para ello movía, me paré junto a ella y vi hacía donde sus ojos apuntaban. No había muerto, estaba allí, radiante como cinco soles. Se abrazaron en lo que a mí me parecieron horas, yo sólo pude sonreír ligeramente; había tráfico y la lluvia no cesaba.

3 comentarios:

Pia dijo...

final feliz!

NMMP dijo...

I hope this is not autobiographic. Then again, if you don't write to me, there is no way I can know.

Mondblume dijo...

Y así será, algún día.