domingo, 12 de julio de 2009

Jerez

Me encontraba, como de costumbre, en uno de los bares de la plaza. La cerveza se había encarecido y ya no tenía monedas para tomar el autobús. No importaba. Ya que el sol nos seguía vigilando aproveché la ligera luz para leer el periodico. Era la hora de cerrar el changarro, sólo percibí una foto y uno que otros encabezados, todos igual de malos. No tenía nada más que hacer, así que caminé alrededor de la fuente hasta que la foto de uno de los periódicos me volvió a la mente. Era Alejandra Felgueres, con más arrugas y una mirada más agresiva; pero, indudablemente se trataba de la misma muchacha que conocí en la sierra en el 94. En ese entonces yo sólo tenía 18 años, iba de turista snob a conocer los templos y ruinas de la zona, ella iba como socióloga. A pesar de la diferencia de intereses me dejó emprender el camino con ella. No hablaba mucho y lo que les contaré es información posterior a su encuentro. Su padre fue un exiliado europeo que llegó a México a formar una familia, pero tan pronto supo que podía volver a su país dejó a Alejandra en brazos de su madre. Otros exiliados hicieron lo mismo, prometiendo a sus esposas visas para que pudieran alcanzarlos, pero nada.
Alcazar, su pueblo natal, no tenía mayor edificio que una iglesia rosa y una casa con terraza para el gobernador. Las demás construcciones estaban incompletas. Las calles eran polvo, las casas color, las banquetas portaban arbustos, los techos lámina, las puertas celosía. Con rencor había crecido Alejandra entre el sol desértico y la tierra roja de su patria, con recelo recibía a los turistas que visitaban la iglesia mundialmente apreciada. Nunca se quitaba el aro de la nariz y en su espalda, marcado con fuego, estaba el símbolo del agua. No vestía como chichimeca, sabía inglés, alemán y español, pero sólo hablaba este último.
No lograba recordar su rostro ni cuerpo, la foto mostraba a una mujer cansada y dura. Las arrugas enaltecían la belleza de antaño, como trofeos acumulados, hacían saber que su portadora las había ganado una a una. Rodeaban a unos ojos de zafiro de mirada felina. Sus labios delgados mostraban una ligera sonrisa de quien ha sido vencido y reconoce la astucia del enemigo. Me molestaba haberla visto en el periódico, esas no podían ser buenas noticias, sin embargo, su mirada por alguna extraña razón me infundía tranquilidad. Volví a casa esa noche, cansada y cabizbaja, tomé un té de canela, ella siempre lo tomaba, excepto hoy. A la mañana siguiente volvieron los guerrilleros a la ciudad, el leopardo de nuevo nos había atacado.

2 comentarios:

Pau dijo...

Alejandra Felgueres, nice name!
Me gustó el relato!

Pia dijo...

Concuerdo con Pau, últimamente tienes mucha nostalgia en tus escritos querida Chloe!