Cuando llevé a mi madre a Zacatecas con la promesa de hacerla muy feliz no pensé que allí también estuviera la tramontana; pensé que era cosa del clima de Barcelona y de los mitos de su gente. Así que en nuestras maletas llevábamos faldas coquetas, shorts de turista inglés y tops que dejaban al descubierto nuestros blancos hombros. Nos fuimos con unos jeans y una sudadera Gap (que ya no están a la moda). Y sin mayor adorno que nuestros tenis converse, pésima elección para cualquier viajero experimentado, pero nosotras éramos amateurs, punto final.
La primera impresión de la ciudad dejó a mi mama atónita, cada casa, callejón, museo o planta era motivo de gran admiración. Si el suelo no fue alabado con el mismo fervor que las edificaciones del lugar, fue porque mi madre como buena argentina no ve mucho hacia el piso. El hotel estaba lleno, pero casualmente tenían lugar para dos, una verdadera maravilla. Y como buena Beirutti esperaba que la invitara a tomar un café en alguna de las plazas que tanto había admirado. Así lo hice, tomamos un nuevo camino de calles escurridizas y escaleras verticales. Los restaurantes estaban cerrados, también los bares, ni un solo café estaba señalado, empezaba a hacer frio. La noche se anunciaba majestuosa, con un viento inquieto pero aún controlado, vi un restaurante, noté una campana, nos abrió un joven italiano de sonrisa blanca.
El lugar era cálido, de paredes lisas color hueso. Mama tenía miedo, la delataban sus ojos pero su voz sólo emitía en tono de reclamo la promesa que le había hecho, la dejé hablar. Rolando nos tendió un menú a cada una, ambas pensábamos que era un nombre terrible para alguien tan guapo, pero ya no había remedio. Ella tomó una cerveza acompañada de un queso fundido y yo un burrito con una negra modelo. El lugar estaba lleno, gente de por allí, visitantes y extranjeros; nadie se sorprendía cuando el viento azotaba contra los vidrios de la puerta. Finalmente dieron las diez, el hotel cerraba a las once. No, sinceramente era posada, pero si mi madre se entera que se los dije nunca más consentirá un viaje que no incluya hospedaje en el Ritz. La puerta no podía abrirse, recordé que la hermana me entregó un número de teléfono, listo, un taxi colectivo pasaría por nosotras. Las calles vacías ostentaban la sobriedad de sus paredes blancas y talavera rosa. La posada funcionaba con velas, mama lloraba y sus labios me maldecían.
Las ganas de tener un buen desayuno bajo en sol nos motivó dirigió hacia la catedral. Con la esperanza de encontrar alguna mesa con café americano y pan tostado bajo los soñolientos rayos del astro anduvimos muchos o varios metros. Nada. Las tiendas habían abierto, pero no así los negocios de tipo gastronómico, entramos a un sanborns, casi malhumoradas. A las seis volvimos al hotel, jugamos ajedrez, hicimos uso de la limitada biblioteca del lugar, vimos la tramontana pasar. No pudimos odiarla, era el perfume exótico de la noche que invocaba a los locos y a los borrachos a la calle para aniquilarlos con su beso fatal.
Sí, mama y yo nos fuimos en cuanto volvió la mañana.
La primera impresión de la ciudad dejó a mi mama atónita, cada casa, callejón, museo o planta era motivo de gran admiración. Si el suelo no fue alabado con el mismo fervor que las edificaciones del lugar, fue porque mi madre como buena argentina no ve mucho hacia el piso. El hotel estaba lleno, pero casualmente tenían lugar para dos, una verdadera maravilla. Y como buena Beirutti esperaba que la invitara a tomar un café en alguna de las plazas que tanto había admirado. Así lo hice, tomamos un nuevo camino de calles escurridizas y escaleras verticales. Los restaurantes estaban cerrados, también los bares, ni un solo café estaba señalado, empezaba a hacer frio. La noche se anunciaba majestuosa, con un viento inquieto pero aún controlado, vi un restaurante, noté una campana, nos abrió un joven italiano de sonrisa blanca.
El lugar era cálido, de paredes lisas color hueso. Mama tenía miedo, la delataban sus ojos pero su voz sólo emitía en tono de reclamo la promesa que le había hecho, la dejé hablar. Rolando nos tendió un menú a cada una, ambas pensábamos que era un nombre terrible para alguien tan guapo, pero ya no había remedio. Ella tomó una cerveza acompañada de un queso fundido y yo un burrito con una negra modelo. El lugar estaba lleno, gente de por allí, visitantes y extranjeros; nadie se sorprendía cuando el viento azotaba contra los vidrios de la puerta. Finalmente dieron las diez, el hotel cerraba a las once. No, sinceramente era posada, pero si mi madre se entera que se los dije nunca más consentirá un viaje que no incluya hospedaje en el Ritz. La puerta no podía abrirse, recordé que la hermana me entregó un número de teléfono, listo, un taxi colectivo pasaría por nosotras. Las calles vacías ostentaban la sobriedad de sus paredes blancas y talavera rosa. La posada funcionaba con velas, mama lloraba y sus labios me maldecían.
Las ganas de tener un buen desayuno bajo en sol nos motivó dirigió hacia la catedral. Con la esperanza de encontrar alguna mesa con café americano y pan tostado bajo los soñolientos rayos del astro anduvimos muchos o varios metros. Nada. Las tiendas habían abierto, pero no así los negocios de tipo gastronómico, entramos a un sanborns, casi malhumoradas. A las seis volvimos al hotel, jugamos ajedrez, hicimos uso de la limitada biblioteca del lugar, vimos la tramontana pasar. No pudimos odiarla, era el perfume exótico de la noche que invocaba a los locos y a los borrachos a la calle para aniquilarlos con su beso fatal.
Sí, mama y yo nos fuimos en cuanto volvió la mañana.
2 comentarios:
Habla usted con una sabiduría propia de su edad con respecto a las sudaderas GAP.
Punto extra por el chiste racista.
Que lástima que el italiana se llamara Rolando y no Luca, ya será un año de eso...
Por cierto te acabas de ganar un reconocimiento de mi parte por ser la que mas ha publicado en vacaciones.
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