No sé donde estoy, recuerdo haber manejado, tenía prisa. El lugar es grande y tenebroso a pesar de los grandes jardines y pasillos iluminados. Recuerdo la secundaria vagamente, el lugar es similar. Yo no debería estar aquí. Olas de frío recorren mi espalda, sonrío, pero no quiero; en los pasillos niños de primaria se pasean, los saludo por sus nombres, no sé quienes son.
Quisiera salir de aquí, pero la construcción es circular. El aire blanco y frío recorre mi cuerpo, estoy adolorida, me hago pequeña. Llego a un patio de cemento, ahora estoy en primaria y los niños son de kinder, yo no. Me escondo de esa sociedad prematura, entre enredaderas y arbustos desnudos me siento. Los grillos descansan sobre mis diminutos jeans, los atrapo y suelto sobre mis tenis blancos.
Alguien más entra en mi escondite, no quiero preguntar quién, dejo caer mi cabeza sobre mis rodillas, no estoy. Su mano se posa sobre mi hombro izquierdo, es un señor joven, muy alto, no sé quién es, dejo que me tome entre sus brazos. De repente recuerdo, es él, me invade la emoción, pero mi mente primitiva de infante no me permite formular la pregunta que quisiera. Pronto me aleja de él, también había disminuido.
No me recuerda del todo, huye como yo de todos ellos, quisiéramos llorar, no nos atrevemos. Su cabeza cae sobre mi pecho, lo escucho suspirar largamente con muchas tristeza. Sí, incluso a esta edad consigo darme cuenta del dolor y los secretos que carga este niño solitario. Como la hora de regresar a clases ya llegó decidimos salir de este diminuto paraíso.
Intento caminar a su lado, pero acelera el paso conforme avanzamos, se ha olvidado que lo conocí bajo su otra forma. Y la metamorfosis llegaba a su fin, me coloco a su lado, muy cerca para poder acariciar su cabeza. El sol ilumina sus manchas simétricas y negras; se refleja entre su pelaje suave y azul; acaricia sus ojos azules aún vivos. Finalmente deja de avanzar, se voltea hacia mí y me lanza una mirada propia de quién acaba de reconocer a un pariente amado. Dejo que coloque sus labios sobre mi oído, respira con fuerza, pronto me lo dirá, su pena y nuestro secreto.
De repente desaparecen sus exhalaciones, me alejo; sus ojos todavía móviles me observan con miedo e impotencia, el pelaje sedoso se convierte en madera, como una máscara. Me duele el corazón, estoy confundida, lo tomo entre mis brazos; nada en su rostro muestra alguna expresión, atrapado entre las marcas de su magnifica prisión.
Y casi con intensión maléfica, montones de hongos blancos se dedican a invadir su hocico y nariz, las cuencas de sus ojos, sus oídos, proliferando la belleza de este dios bastardo. Desesperados los arrancamos, y ellos vuelven a crecer solemnemente, a sabiendas de que ganarán.
Vuelvo a mi cuerpo de mujer, siento mi cuerpo desnudo entre el viento frío. Se acerca una mujer, otra, como yo, enojada y en mis brazos, el niño muere una vez más. Lo siento en la mirada de aquella, soy culpable, una vez más. Me refugio entre mis piernas blancas, no quiero volver y perderlo una vez más, a él y al misterio de nuestra infancia. Duermo, no voy a despertar.
1 comentario:
No parece como un juego de niños.
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